Escribir en silencio, publicar en ruido: qué pierde el escritor cuando publica en redes

El anochecer me sorprende con la mínima luz eléctrica que se cuela por la ventana, el mismo tono neón encendido que siempre ha vestido a la ciudad cuando el día aún no ha decidido dormirse. La cocina huele a café, a quemado y a una ligera humedad que se arrastra desde los platos para lavar del mediodía. La taza blanca cachada, esa que ha visto más borradores que desayunos, se me queda entre las manos como un anillo; el vapor dibuja parsimoniosas y fantasmagóricas figuras entre las alacenas, con el empuje del primer sorbo, ya pienso en la frase que iniciará aquel cuento que lleva dos días esperándome.
El teclado aguarda bajo mis dedos como un viejo piano que anhela la primera nota. Me siento, bajo la lámpara que parpadea al primer minuto y, sin más compañía que el leve zumbido del ventilador, comienzo a teclear. Cada palabra nace con el ritmo de una respiración, lenta al principio y luego más firme, como si la historia fuera un río que, una vez alimentado por la lluvia, encuentra su cauce entre las piedras.
Apenas he escrito una carilla, el celular vibra sobre la mesa. Es una notificación de Instagram. Un retuit, un comentario, una petición de los lectores que esperan la entrega del viernes. El impulso es instantáneo: deslizo el dedo, abro la pantalla y veo el brillo azul que me llama a mostrar, a compartir, a obtener ese pequeño golpe de dopamina que acompaña a cada “me gusta”. Siento la tentación de cortar la frase que acabo de escribir, de extraer una cita, de convertirla en una imagen con una tipografía elegante y subirla al feed, como quien ofrece una cucharada de masa cruda antes de cocinar la torta.
Me detengo. El ruido de las notificaciones se mezcla con el silencio atroz del teclado y la habitación se vuelve una encrucijada. Dentro de mí hay dos voces. Una, más antigua, reclama silencio y tiempo; la otra, fresca y ansiosa, grita que el mundo está al otro lado del vidrio templado y que si no hablo ahora, alguien más lo hará. Cada scroll que paso en mi teléfono es una corriente que arrastra la atención, y cada like que recibo es una señal de que he sido visto, aunque sea por un segundo.
Me acuerdo de la primera vez que publiqué algo en redes. Era una frase suelta, una línea que había surgido al final de una madrugada sin sueño. La subí, esperé y, cuando llegaron los primeros comentarios, sentí una mezcla de orgullo y vulnerabilidad —¿quién era toda esa gente? —. El mensaje había escapado de la intimidad del cuaderno y había encontrado una audiencia. Pero también sentí que, al sacarlo del contexto, había perdido parte de su peso, su atmósfera. Esa sensación quedó grabada como una sombra al pie de la puerta de mi estudio.
A veces me obligo a cerrar el móvil, a dejarlo al otro lado de la mesa, a ponerlo en modo avión como quien cierra la ventana para poder escuchar su propio latido. Reservo las últimas horas de la noche, cuando la ciudad ya bosteza, para escribir sin interrupciones. Apago las notificaciones, apago la luz del móvil y me sumerjo en la soledad que necesita la palabra para respirar. Es un ritual necesario más que sagrado, como una misa silenciosa en la que sólo yo y el texto somos feligreses.
Sin embargo, el mundo no se detiene. Cada vez que termino un párrafo, la tentación de revisar la pantalla vuelve a ser un susurro persistente. A veces cedo, porque el contacto con los lectores me recuerda que la historia no es solo mía; es también suya. Un mensaje que dice “¿qué pasa después?” me devuelve la energía que el bloqueo había consumido. Un comentario que señala un detalle me obliga a volver a la página y pulirla. Así, las redes pueden ser, en su mejor versión, una especie de espejo que refleja lo que estoy construyendo y, a la vez, un farol que ilumina el camino que aún no he recorrido.
He aprendido a tratar las publicaciones como momentos separados del proceso de escritura, no como sustitutos. Cuando termino de describir una situación y siento que necesita ser compartida, preparo una pequeña pieza: una frase que pueda vivir sola, una foto del párrafo con escasa luz, o tal vez un breve video con música atractiva. Lo dejo reposar, lo programo para el día siguiente, y regreso a la mesa con la mente libre para seguir construyendo la trama completa. De esa forma, la pantalla se vuelve una extensión, no una competencia; el teclado sigue siendo el motor que impulsa la historia.
Al cerrar el día, apago la lámpara y el celular, y el silencio vuelve a ser un manto sobre la habitación. Me quedo mirando la última página escrita, sintiendo el peso de las palabras como si fueran ladrillos que he colocado cuidadosamente. Sé que mañana volveré a la rutina: café, teclado, y, quizá, una notificación que me recordará que el público espera. Pero también sé que he encontrado una manera de equilibrar el deseo de ser visto con la necesidad de crear, de dejar que la historia respire antes de que el mundo la vea en un fragmento.
El escritor es, al fin y al cabo, un puente entre la intimidad de la mesa de trabajo y la exposición del escenario digital. Entre las hojas en blanco (del procesador) y la pantalla del celular, entre la soledad del estudio y el ruido de los feeds, hay un espacio donde la palabra puede existir en ambos mundos sin perder su esencia. En esa cuerda floja, sigo caminando, con la mirada fija en el horizonte de mi nuevo libro de cuentos y, de vez en cuando, levantando la vista para compartir una luz que, aunque breve, me recuerda que alguien lo está esperando.





0 comments: