Un pasado mejor

Javier E.G. Andújar septiembre 27, 2021 3 comentarios

Copiar referencia Carlos Calvo & Oruro, Buenos Aires, Argentina

Casa de Oruro


Al principio la vieja casa fue buena con la familia Adler, les trajo una retahíla de gratos momentos y supo albergar en sus entrañas a una poetisa gigante: la pequeña Raquel, fruto del amor entre el señor y la señora Adler. Pero dicen que al cabo de los años la casa mostró su lado siniestro.

Hoy está deshabitada, lo que queda del techo tiene enormes goteras por las que los pájaros entran y salen a gusto, como espíritus entrando y saliendo de este mundo. El piso está lleno de arañas y los pasillos permanecen oscuros, siempre, siempre oscuros; salvo por algunos inexplicables fuegos nocturnos que se ven en su interior a través de las ventanas, como velas o lámparas que vienen y van.

Mucho tiempo atrás, antes del 1900 y unos cuantos años antes de los Adler, pasaba un tren por Oruro. Ese tren llevaba desde Once hacia la quema del Riachuelo toda la basura de la ciudad, todo lo que la gente quería olvidar. Lo llamaban el Tren de las Basuras. A medida que las ruedas de aquel pesado tren con toda su carga negativa a cuestas aplastaban los rieles a centímetros de la casa, también se devoraban sus paredes. Parte del antiguo muro exterior original se derrumbó y algunas de las piedras que cayeron todavía están esparcidas por el jardín.

La familia Adler, industriales de buen pasar económico, había adquirido la propiedad y durante los muchos años que vivieron allí no tuvieron inconveniente para hacerse cargo de los cuantiosos gastos de mantenimiento del caserón. Fue su posesión más preciada, porque la existencia de aquella casa y la existencia de su pequeña hija eran dos hechos inseparables. El único problema era que la vieja mansión tenía secretos que temía contar.

Cuando Raquel no podía salir a la calle debido a una torcedura de tobillo o a que su madre la había castigado por comerse la masa cruda de las galletitas, su fantasía empezaba a volar imaginando que la casa era de otra dimensión. Ella creía que era una maga que salvaría a sus padres de las garras de fantásticos dragones y otras bestias, porque de eso se trataba la magia para ella.

Dicen las malas lenguas que todas las historias que se cuentan sobre la casa embrujada de Oruro fueron en realidad inventadas por Raquel. Lo cierto es que, para quien quiera creerlo, la niña a veces oía un silbido aterrador en la noche. El silbido era por momentos fuerte y por momentos apagado, como proveniente del interior de un hoyo; del aljibe tapado en el patio trasero, tal vez. Aquel mismo aljibe en el que durante la última nochevieja Raquel había encontrado una muñeca de porcelana preciosa, estaba sentadita en el borde como esperando a la niña. A partir de ese momento se convirtió en su muñeca favorita. Raquel al principio no sabía qué hacer, sus padres no escuchaban el silbido, se sentía decepcionada. Pero ella no se asustaba, muy por el contrario, se maravillaba pensando que la casa era un enorme truco de magia. Más adelante, ese silbido la siguió a todas partes, tanto dentro de la mansión como fuera de ella.

Mientras las otras niñas del barrio jugaban a la payana o a saltar la cuerda, Raquel pasaba su tiempo escribiendo una poesía mágica y triste. Poesía que una vez leída, no podía ser olvidada. La casa se quedaba en silencio para escucharla leer. La casa, en su espectral estilo, celaba a la niña como si le perteneciera, como si correspondiera a su dimensión, y no a este mundo. Pero a veces, después de escuchar su voz, la dejaba ir, como para que pudiera ver el sol, sabiendo que volvería.

Cuando la niña regresaba de algún paseo, el ambiente en el que permanecía se quedaba indefectiblemente vacío por unos minutos, al cabo de los cuales los muebles iban apareciendo en sus correspondientes ubicaciones. Era la casa, que quería hacerla siempre el centro de la escena, y a Raquel le encantaba ser el centro de la escena. Ni siquiera le molestaba la oscuridad, sus ojos se habían adaptado. Por las noches, si era necesario, tanteaba el camino hacia su vieja cama y, tras librarse del mosquitero que la enredaba, finalmente se quedaba dormida. Sus sueños siempre giraban en torno a la casa.

Una noche se despertó sobresaltada, había estado soñando que la mansión se incendiaba, y al despertarse, la casa estaba efectivamente en llamas. La escalera era una lengua de humo. Corrió a través de la oscuridad, gritándole a la noche y clamando por sus padres. Finalmente, encontró el camino hacia el ático, le pareció una buena idea esconderse allí hasta que todo pasara. Al ingresar, el techo sobre su cabeza se derrumbó y el viento quiso arrastrarla hacia fuera.

Oyó los gritos desesperados de sus padres desde el dormitorio principal, a través de la escalera en llamas. Ella les dijo que no se preocuparan, que todo iba a estar bien porque la casa era mágica y ella era una maga que los salvaría. La niña intentó bajar la escalera, miró a su izquierda y vio una cara. Parecía la cara de una muñeca. Entre el humo reconoció a su muñeca favorita, la del aljibe, con su tez tan blanca. La pálida muñeca de porcelana le mostró a Raquel una sonrisa y luego se convirtió en el demacrado rostro de una vieja bruja.

La niña no tuvo tiempo para reaccionar. Entre el humo, la oscuridad se la tragó.

Ella gritó. La casa susurró su nombre.

El incendió se extinguió tan repentinamente como se había desatado. Para bien o para mal, la casa se había llevado a Raquel a su dimensión, donde pertenecía.

La vieja mansión embrujada de San Cristóbal está llena de secretos, tan llena de historias. Pero sobre todo, es el reflejo de otro tiempo, de un pasado mejor, con tantas cosas buenas por detrás y tanta oscuridad por delante.


📷 Casa embrujada en el pasaje Oruro casi Carlos Calvo (Oruro 1021), barrio de San Cristóbal, al límite con Boedo, Buenos Aires.

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