Solo era un perro solitario en una gran ciudad. Solitario y triste. No le gustaba la ciudad.

Gracias a Dios que vino. Yo también era un poco solitario y triste cuando nos encontramos.

Tuvo una vida cómoda y hogareña, hasta que sufrió lo que los veterinarios describieron como una «tumoración de las glándulas tiroideas», o algo así, y necesitó esa última inyección.

¿Qué puede saber un perro sobre la tumoración de las glándulas tiroideas? ¿Vos sabés qué es eso? Él estaba mal, eso era lo que tenía: el perro estaba mal, punto. Después vienen los veterinarios y te la adornan con palabras raras. El Flaco estaba mal.

Nunca voy a olvidar cómo descubrí el bulto debajo de su hocico.

Yo estaba en el comedor, limpiando, y él había quedado en el garaje, mirando hacia la calle. La reja estaba entornada, como siempre.

Fui a la cocina y vi su collar, con las chapitas y todo, tirado en el suelo. Se lo había sacado con las patas de adelante porque le molestaba.

Cuando volví al garaje no lo ví más. No lo pude encontrar por ningún lado. Busqué en toda la casa, pero —seguro lo adivinaste— se había ido.

Lo que pasó es que el tipo ya sabía lo que se le venía, estar solo, y salió a encontrarla a la soledad. No sé si me explico. Salió a cruzarla de frente, como cuando el arquero sale a achicar, a encontrar de frente al delantero para limitarle los ángulos y que no lo pueda sorprender. Eso hizo el Flaco, salió del arco a achicarle a la soledad para que no lo sorprenda. Y no lo sorprendió.

A los dos días volvió, no pidió comida ni agua; me llevó hasta el sillón y se durmió con una paz increíble. Ahí encontré el bulto debajo del hocico; me enteré de lo que él ya sabía. Después vinieron los veterinarios y las formalidades.

Al final lo consiguió. Se libró de la ciudad.